Año Nuevo

Cortesía de RTVE
  Se despiertan las primeras horas del nuevo año a los acordes del concierto evocador de los Valses y la Marcha Radeski de Strauss. El acompasamiento con que nace cada nuevo año viene a significar la cadencia del tiempo, el ritmo interno de las cosas y la armonía que preside la vida. La simpatía que desprenden los directores de orquesta en tan singular acontecimiento es una invitación a compartir la magia universal de la música y su poder de convocatoria más allá de fronteras y culturas.
  El arco de los violines se desplaza por la geografía musical austriaca, dibujando la foto de la familia Strauss en el ensimismamiento de una Viena llena de gloria por su pasado. Y también por su presente de corazón de la música, al aire de la batuta de Mariss Jansons y sobre las ingrávidas imágenes de bailarines que dibujan virtuosas siluetas en el cielo vienés.
  Este encantamiento, a través de la música traza caminos en el lodo de la historia, y abre mentes a la luz de la cultura que es una, por más que nos empeñemos en aislar, es decir, hacer islas, para acoger cada una de las expresiones diferentes de lo que es único y común, herencia de un mismo tronco que florece en cada una de sus ramas y son un todo. Así, en este afán de acomodar, de integrar la pluralidad de civilizaciones, nace en el tiempo un sinnúmero de manifestaciones que vienen a moldear, cada una en su lenguaje, la misma obra erigida en el carcavón de la historia y revelada en la tradición secular.
  El Olentzero que nace en el sincretismo entre las tradiciones cristianas y la mitología vasca, incorpora elementos de la Navidad y de los Reyes Magos. Entre jocoso y honorable, baja del monte al pueblo con regalos para los niños. Carochos, tafarrones y zangarrones, escondidos tras sus caretas ancestrales, cada primero de enero recorren las calles de Riofrío de Aliste y Montamarta, en el entorno de la sierra zamorana de La Culebra, representando la lucha entre el bien y el mal. Las mismas mascaradas, en su origen, que en la zona de Tras Os Montes portuguesa. El arrastre de latas en Algeciras nace con la intención de ahuyentar al gigante Botafuegos que intentaba despistar a los Magos de Oriente. El tió catalán es un tronco de árbol cubierto por una manta que, tras picarlo con palos, deja ir pequeños regalos y dulces.
  En Holanda es tradición lanzarse al mar helado el primer día del año. En Escocia, en la fiesta de Hogmanay, que deriva de los antiguos rituales que celebraban el solsticio de invierno, se visitan y hacen regalos, como carbón para el fuego o un buen whisky. En Venezuela cogen un puñado de lentejas y las tienen en la mano durante la llegada del nuevo año. También toman las uvas. En Puerto Rico se tira agua a la calle y es símbolo de desprendimiento de todo lo negativo.
  Una amalgama de tradiciones religiosas y profanas solapadas, y mostradas desde el lenguaje propio de cada pueblo. Cada una rememorando su propio pasado, y todas llamando a un futuro común donde puedan convivir en sus enriquecedoras diferencias y en su misma intención de comunicar la paz entre todos.
Desde la Puerta del Sol a las remotas tradiciones huilliches, el nuevo año nos ofrece la posibilidad de acercarnos a compartir la dicha de ser diferentes. Porque la diferencia puede ser separadora, para quienes la ceguera no les permite atisbar al otro como prójimo, que es lo mismo que próximo, y también puede ser enriquecedora para quienes, con otra amplitud de miras, son capaces de ver al ser humano más allá de tópicos y absurdas referencias culturales tergiversadas.
  Otro giro de la Tierra sobre el astro rey, un alto en el camino para repensarnos; pues andamos tan ocupados “de mi corazón a mis asuntos”, decía Machado, que no tenemos tiempo de pararnos a pensar en las cosas importantes, que dice “El Principito”. Personalmente, embebido en los acordes de “El Danubio Azul”, quiero aprovechar para desearles, Feliz Año Nuevo.

Javier S. Sánchez

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