La Fuente Vieja

En pleno campo, a la izquierda de la arenosa cañada y detrás de la tapia que en tiempos remotísimos cercaba la extensa huerta del leproso hospital de San Lázaro, convertido más tarde en convento de Franciscanos Descalzos por obra y gracia de Felipe II, había entre el tupido bosque una escondida hondonada, ocultando en el santo suelo una milenaria fuente, donde las hierbas y las florecillas silvestres crecerían tal vez con entera libertad. Lógicamente, se comprende que en, la cenagosa poza y en el fétido regato que siempre vertió al Adaja por las pronunciadas cuestas que tanto embelleció don Amador Morera, solo bebería el ganado y algún que otro pastorcillo desaprensivo y sediento. En aquellos lejanos tiempos, Arévalo se abastecía de las aguas recogidas los días lluviosos y de sus alabados ríos, con preferencia del Adaja, porque el Arevalillo, según nuestros antepasados, arrastraba más detritos y era más contaminoso, sin duda, por la suciedad reinante, e imperante en los poblados próximos a su curso. Pasan años. Pasan siglos. La aristocracia arevalense, compuesta antaño por más de un centenar de condes, duques y marqueses, preocupóse discreta e insistentemente por el grave problema del agua, acentuado entonces de día en día. Cuéntase también que los Padres trinitarios y franciscanos lanzaron sus ideas e hicieron minuciosos estudios en favor de tan urgente y necesario suministro, acordando la nobleza, el clero y el concejo, traer las aguas del Tomillar, por entender que las caídas del cielo, filtradas a través de las arenas, eran perfectamente potables y podían beberse con absoluta confianza y libertad. No nos dice la Historia quién fue el autor del discutido proyecto, pero sí sabemos que, comprobados y convencidos los detractores, de los desniveles que había del Tomillar a los puntos donde iban a ser instaladas las fuentes, el proyecto comenzó a realizarse el año 1552, siendo corregidor de esta Villa don Diego Monroy, quien, como es sabido, ordenó la recogida de veneros y la fabricación de arquetas y registros, conduciendo las aguas por una acequia revestida y abovedada en toda su longitud, hasta dotar de tan vital elemento a tres fuentes públicas y la particular de los Descalzos, que quedó enclavada dentro del monacal recinto. Las obras fueron interrumpidas varias veces: unas por inquietudes políticas, otras por epidemias y otras por falta de dinero; pero terminados los trabajos el 1586 (o sea, treinta y cuatro años después), las nuevas fuentes levantadas en la plaza del Arrabal y en la de la Villa, fueron inauguradas solemnemente por el licenciado Méndez de Parada, sin olvidar la campestre, que, por su nostalgia y antigüedad los vecinos y las autoridades civiles y eclesiásticas, con justo, y legitimo derecho, la bautizaron con el nombre de la FUENTE VIEJA. Cubrieron a esta fuente en la breve y pacífica hondonada con una caseta cuadrada de dos metros de lado por otros dos de alto, de la que salía un chorro de agua cristalina y pura que caía espumosa en una pileta rectangular colocada a ras del enfangado suelo. El transparente chorro venía por un viaje independiente que tenía su origen en la cañada lindera a la cuesta de la Estación hasta perderse entre los negrillos y zarzales de la mencionada huerta de Morera. Arriba, en la verdosa explanada, precisamente donde se levantan hogaño los Grupos Escolares, las lluvias torrenciales formaban una inocente laguna que era aprovechada por las mujeres de Adoveras y Barrio Nuevo para lavar, aclarar y retorcer la ropa secreta y pecadora, sirviéndolas de secadero las macollas de punzantes juncos que rodeaban al improvisado y cochambroso charco. En los albores del siglo en curso había un poyo rectilíneo, del que todavía se conserva un pequeño y desmoronado trozo que arrancaba de la bovedilla de la Fuente Vieja y se extendía hasta la mitad de la cañada, sirviendo de presa al charco y de asiento y ateneo a esos viejos encorvados y temblorosos de piernas flojas y cabeza fuerte. En las épocas propicias del año, nuestras cantarinas y retozonas niñeras nos llevaban aqueste deleitoso paraje, lleno entonces de paz y de mansa quietud, a jugar, a saltar y hacernos coronas y cestitas de junco, mientras oían un poco ruborizadas las ternezas amorosas del imberbe e ilusionado mocito, halagando nuestra vista el paso de los trenes y las piaras de cabras del tío Sierra y del tío Toribio, devoradoras de muérgano y de hojas de berza esparcidas por la fresca y alfombrada pradera, en tanto que los mayorcitos de la gente menuda, más atrevidos y endiablados, toreaban al macho cabrío, tan lascivo como greñudo y tan fiero como celoso. Sucediéronse los años secos, las fuentes corrían hilo a hilo y algunas hasta dejaron de manar, por lo que el Ayuntamiento de 1923 se decidió á subir las aguas del Adaja, quedando convertida la Fuente Vieja en fábrica de microbios, depósito de residuos domésticos y almacén de desafueros antihigiénicos. A poco de nacer la Segunda República, el paro era epidémico, las arcas municipales padecían peritonitis, los jornales irrisorios y el espectro del hambre se enseñoreaba por doquier, sembrando en los humildes hogares el dolor y la tragedia. Ante tamaña y deplorable situación, el concejo del 32, para socorrer y proporcionar ocupación a los infortunados trabajadores, les concedió la destrucción del notable acueducto, sin más retribución que lo que les valieran los materiales extraídos de las arcadas y de las cañerías, siendo también víctima de la piqueta demoledora la pacífica Fuente Vieja, en cuyo íntimo rincón se levantan las nuevas y modestas casas de don Arcadio Roldan y de don Víctor Juanes, precursoras de una plaza que andando el tiempo puede ser espaciosa, consoladora y sana.
Marolo Perotas
Cosas de mi pueblo.

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