Opústrato y las ciudades amuralladas

        Opústrato era tenido por un semidiós. El espíritu protector de las ciudades amuralladas a las que era llamado cuando estas se encontraban en peligro o eran sitiadas por el enemigo.
        Se decía de él que su padre había sido el constructor de los cinco círculos de piedra que protegían la ciudad de los dioses y que Opústrato fue expulsado de ella por no reconocer su perfección, vagando errante por las ciudades de los hombres en busca de las maravillas construidas de los distintos universos. Su aspecto era noble, como correspondía a su estirpe divina, aunque vestía de forma humilde y todo su equipaje era una simple plomada. No se conocía que hubiese tenido mujer o casa propia. En ocasiones en alguna pequeña aldea o en algún ignorado oasis, en los que solía detenerse a descansar, la gente le rodeaba esperando ver la magia y los prodigios que pregonaba su fama; él se limitaba a meditar después de aceptar los alimentos que le ofrecían cuantos se acercaban a tocar su túnica, y en ocasiones asombraba a la expectante concurrencia con la música de un pequeño clarín que sacaba de su alforja. Dicen que su sonido vibrante podía movilizar la arena del desierto.

A menudo era consultado por los magistrados y los generales de las ciudades que atravesaba, sobre la solidez de sus fortificaciones. En esas ocasiones Opústrato tan apenas decía nada; se limitaba a recorrer el adarve de sus murallas, a tocar con las manos las puertas de sus lienzos como si comprobase su solidez. Y los muros, desde aquel momento, quedaban impregnados de un sortilegio de tal naturaleza que los posibles enemigos ya no eran capaces de derribarlos.

Un día fue llamado por el rey Barahab quien temía que pronto las legiones enemigas sitiaran la ciudad con intención de destruirla. En su presencia, el monarca le pregunto que quería a cambio de preservar sus defensas, de hacer infranqueable su perímetro a las huestes invasoras. Opústrato, que nunca había pedido nada por sus consejos, vio en la sala a una esclava cuyo velo mostraba unos ojos bellísimos, solicitándola al monarca para hacerla su esposa. El rey accedió. Pero esta esclava era su preferida, por lo que mandó a los aposentos de Opústrato otra distinta que sin embargo poseía la virtud de desvelar la naturaleza del amor y de inspirar el deseo de forma permanente, quizá pensando que su huésped no apreciaría la diferencia. Al cabo de una semana la esclava enfermó y murió; se desconoce si fue por los excesos sexuales de un dios virgen, o por la incompatibilidad de sus diferentes espíritus, uno de fuego y otro de piedra. Opústrato quedo sumido en un profundo mutismo. Dicen que trato en vano de resucitarla con su magia. Se le vio descalzo frente a su tumba, sobre la tierra, de donde hizo surgir un cenotafio bellísimo de ónice labrado en torno a su amada. Ese mismo día Opústrato desapareció de la ciudad; se adentró en el desierto, camino de un algún perdido eremitorio.

Al cabo de poco tiempo Barahab contemplaba confiado desde lo alto, como el ejército enemigo había plantado sus campamentos y activado sus máquinas de guerra. Se escuchó en la lejanía el sonido de un clarín. Y se derrumbaron las murallas de Jericó.
Ángel Bernal 

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