La Comitiva

Partimos de Cardeñosa antes del alba para evitar los calores de julio durante unas horas. Más de la mitad del camino discurría entre eriales sembrados de cantos y campos de cereal abrasados por la tenacidad del sol. Al ver pasar a la comitiva, los campesinos interrumpían su faena y se descubrían la cabeza en señal de respeto. Un niño, azuzado por su madre, se acercó a mi montura y me ofreció agua de su pellejo, pero mi aya no me dejó parar a beber; teníamos que llegar a Arévalo antes del anochecer.
Cuando alcanzamos los pinares, el camino se hizo más llevadero. Desde entonces doy fe de que no es del todo cierta la mala fama que por estas tierras tiene la sombra del pino.
El sol comenzaba a ponerse cuando divisamos a lo lejos el arrabal de Arévalo. Las casas de adobe se amontonaban desordenadamente en torno a la muralla y por encima de sus tejados asomaban las torres de las iglesias, que a la luz de la tarde parecían más de cobre que de ladrillo.
Siempre me alegra volver a casa después de una dura jornada de viaje, pero aquel día era diferente. Aquel día me esperaba en casa la tarea más difícil que jamás se me había encomendado en mis diecisiete años de vida. Si en ese momento hubiese tenido elección, habría preferido, mil veces mil, el sudor y el polvo del camino, la fetidez del aliento de las bestias fatigadas o las quemaduras del sol, al triste destino que me aguardaba antes de que cayese la noche.
Con los últimos rayos, entramos en la villa por la puerta del Alcocer. Al ver nuestros pendones y nuestros lutos, los guardias nos saludaron con sus espadas desenvainadas y los yelmos contra el pecho para acompañarnos en nuestro duelo. En silencio atravesamos la plaza, que a esas horas estaba prácticamente desierta, para desembocar frente a los muros de palacio.
Desmontamos nuestras cabalgaduras en el patio y los palafreneros se llevaron los animales a las cuadras. Yo quería estar a solas con ella, así que di orden a la comitiva de retirarse a descansar. Mi aya no quería dejarme. Tuve que ser firme con ella, bien sabe Dios que muy a mi pesar. Ambas tratábamos en vano de contener la emoción. Antes de marcharse, se inclinó ante mí en profunda reverencia y se despidió sin poder disimular su desasosiego.
―Señora, sin él, ahora estáis sola a merced de las alimañas… Aunque no me cabe duda de que sois fuerte, ¿qué será de vos?
―Más falta me hará el seso que la fuerza, Elvira. Anda, vete ya, por Dios...
Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y entré en el jardín.
Al anochecer, madre deambulaba entre los arrayanes y los rosales antes de retirarse a su alcoba. Aquel día el calor había sido tan intenso que, tal vez por ello, la encontré descansando en el rincón más fresco del jardín. Estaba sentada sobre un poyo de piedra junto a la acequia, vestida con su hábito negro. Con la mirada perdida, pasaba las cuentas de su inseparable rosario de marfil.
―Madre… ―me coloqué delante de ella para intentar sacarla de su ensoñación.
―Isabel, ¡qué bien que hayas regresado tan pronto! ―exclamó en portugués al retornar al jardín desde lo más profundo de sus pensamientos.
Cuando madre estaba contenta, siempre nos hablaba en portugués a mi hermano Alfonso y a mí. Aquel día irradiaba una felicidad serena. Parecía que los días aciagos le habían dado una tregua.
―Anda, hija, ven y siéntate conmigo. Pareces cansada… Ya verás qué frescor se siente junto a la acequia.
Se hizo a un lado y tomé asiento en el poyo junto a ella.
―¡Qué suerte tenerte aquí precisamente hoy! Tengo que contarte algo muy bonito que me ha sucedido―. Se acercó a mí y me susurró cerca del oído, como queriendo contarme una confidencia―. He vuelto a ver a tu padre. Se me ha aparecido hace tan sólo unos instantes, detrás de aquellos lilos―. Miraba en dirección a unos arbustos de hojas lacias a diez pasos de nosotras.
―Otra vez con vuestras figuraciones, madre... La semana pasada fue Don Álvaro, hoy padre…
―Hija, tú no lo puedes entender…
Le tomé la mano con cariño para confortarla y quizás también, o fundamentalmente, para armarme de valor.
―Madre, yo también tengo algo muy importante que contaros…
Antes de que pudiese proseguir con mi cometido, madre me interrumpió.
―Hoy tu padre me ha dicho cosas muy extrañas, Isabel. Dijo que algún día tú serás reina de Castilla, Aragón y las Indias, me ha parecido entender… ¿Dónde se creerá él que están las Indias? ¿Te imaginas cosa más absurda? ¡Mira que si se entera tu hermano Enrique…! ―madre se llevó la mano a la boca para intentar tapar un esbozo de sonrisa cómplice―. Luego me ha contado que ya no estaba solo, que ahora también Alfonso velaba por nosotras… ¡Qué sinsentido, verdad! Pero yo le he sacado de su error. Le he dicho que Alfonso y tú estabais de viaje, que la soledad le hacía ver visiones, pero que no debía preocuparse, que Dios se me había aparecido en sueños y me había dicho que dentro de muy poco tiempo me llevaría con él. Así, los dos juntos podremos velar por Alfonso y por ti desde el cielo. Él ha callado, aunque se le veía contento. Se ha despedido de mí con una reverencia y después ha desaparecido tras las ramas de los lilos. ¿Qué te parece?
―No sé, madre… ―en ese momento yo también me había quedado sin palabras, como padre, con la diferencia de que yo estaba viva y él hacía años que había muerto.
―No me importan demasiado los motivos, Isabel, pero sí él está feliz, yo también lo estoy.
Durante un instante pareció como si se dejase arrastrar de nuevo por sus ensoñaciones, pero el contacto de mi mano hizo que volviese conmigo y se quedase anclada a la realidad del jardín unos minutos más.
―Bueno, hija, cuéntame… ¿Qué querías decirme?
Hubiera deseado huir de allí, como madre, pero Dios no me concedió el don de la locura como a ella. La obstinada cordura me obligaba a saltar hacia adelante. El destino, que tanto había temido durante todo el día, era ya presente, y en tan sólo unos segundos sería para ella una herida del pasado tan profunda como la que yo guardaba en mi corazón desde hacía días.
―Madre, vuestro hijo Alfonso ha muerto.
Arancha Ceada

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