La plazuela de Santo Domingo

Esta céntrica e irregular plazuela, enclavada en el corazón de nuestro remozado pueblo, es un remanso de la antiestética plaza del Arrabal; tiene a la siniestra mano cuatro casas construidas en el foso de la antiquísima muralla, cuyas puertas accesorias miran a la escondida y vejestoria calle de Entrecastillos, alzándose al saliente una mansión señorial y de pecaminosa leyenda. Cubre la parte norte la iglesia de Santo Domingo, de la cual tomó el nombre que sigue figurando en el nomenclátor callejero, porque por ella, en tiempos muy lejanos, también se daba entrada al visitado templo construido en los albores del siglo XVI a expensas del general de artillería D. Lope de Rio y de su esposa, doña María Álvarez de Arévalo y Montalvo.
Lo estrecho de la humilde plazuela, antaño en Santiago y la Virgen de Agosto, y hogaño en las ferias de junio, esta insustituiblemente señalado para improvisar el toril de las reses toreadas o maltratadas en las discutidas y tradicionales corridas de novillos
En el numero 1, tuvo su vivienda y su acreditada farmacia D. Balbino Blasco Pérez, aquel licenciado menudo y un poco cargado de hombros, nervioso y polemista, que, a excepción de la temporada de pesca, de los espárragos trigueros y de las setas de tronco azul, se pasó toda su prestigiosa vida entre específicos, morteros y tarros de Limoges, hundiéndose de cuando en cuando en la rebotica con unos amigos, en aquella «decidora» rebotica donde todo se comentaba y todo se sabía, porque D. Balbino, a pesar de ser poco visto, estaba muy bien relacionado con la buena sociedad arevalense.
En el reducido escaparate, nuestra curiosidad infantil admiraba una grandísima bombona de cristal, llena de un líquido rosado y transparente, e iluminada con una lámpara invisible que daba la sensación de una postura de sol en aquellas características vitrinas cuajadas de frascos, ampollas y cajitas de cartón.
En el numero 2, el año de 1904 abrió sus puertas el desaparecido café «Colón», clausurado hace un quinquenio sin que hasta la fecha haya dejado el puesto a nadie.
Era un café acogedor y simpático con sus espejos, sus anchurosos divanes forrados de pana gris y sus largas mesas de mármol atornilladas a la tarima, donde la chavalería aprendimos a discutir de toros, a fumar susinis y a jugar a las siete y media.
En los cuartos de dentro funcionaba la «timba», en la que con el general disgusto de los novatos «naufragaron» muchas fanegas de trigo y el producto integro de varias mensualidades. Detrás del raquítico mostrador, regentado por doña Manuela, jugaban a la cuarenta y una en la mesa de billar, Jacinto Macías, Carmelo Blázquez, Valentín Izquierdo, Lucio Albella, Heriberto de la Fuente, Gregorio Mora, Wenceslao García y otros aficionados al viejo y divertido juego de billar, inventado en el siglo XVI por un político inglés entre las paredes de una carcel.
Echando una mirada retrospectiva sobre el inolvidable establecimiento cafeteril, recordamos a Juanito, el Camarero, que cuando servía una baraja o limpiaba una mesa, lo hacía siempre «toreando».
Allí, Fabián, el Sastre, luciendo el escapulario, la navaja de catorce muelles y el reloj de bolsillo que pesaba casi medio kilo.
Linos Tovar, patilludo y más ágil que un gato, hacía ejercicios gimnásticos y tarareaba las coplas del Pernales.
Marciano Fernández hablaba del aire solano, de las siete cabrillas y de la aurora boreal.
Fructuoso López, saludando a todo mundo y desplegando galantería por doquier.
Federico Arbós, presumiendo de catedrático de dominó.
Pablo Redondo, burlándose de su sombra.
Allí, Ángel, el Barbero, con sus exageraciones y sus fantasías.
Saturnino López, siempre dandy, con cuello duro, altísimo, impecable, charlaba de perros y de caballos, relatando sus innumerables travesuras.
Pepe Lumbreras, el estudiante ingeniosísimo y caritativo tocando la bandurria y leyendo a sus contertulios los artículos que mandaba al periódico madrileño La Tribuna.
Terencio Roldan, que empezaba a tomar cafés, solía actuar de árbitro en las partidas de tute y dominó.
Ricardo Almeida, Vicente Aragón, Román Tejedor y Agustín Martin pasaban el rato entre órdagos y envites, como, igualmente, lo pasaban al «tute» de seis cartas, Pedro Barbero y Vicente Tejedor.
Cuando el gramófono de enorme bocina lanzaba al democrático ambiente una pieza popular, Jenaro el Mendo llevaba el compás con la caja de cerillas golpeando sobre el velador, Teodoro López lo hacía con el pie, y Avelino Martin con un leve movimiento de cabeza.
Café lleno de sociabilidad y camaradería. Es sabido que en él, en enero de 1929, se fundó el Circulo Cultural Mercantil; y los chistes, las frases y las bromas, eran celebradas por los pacíficos parroquianos con ruidosas carcajadas.
De D. José María Marcos, propietario del Colon, dijimos ha tiempo en una semblanza humorística:

Hombre hercúleo, vigoroso,
con más arrestos que un oso,
muy sedosas las patillas,
muy rosadas las mejillas
y un andar suave y airoso.
Valiente, como el primero,
fue un arriesgado torero,
un notable cazador,
un astuto jugador
y un perfecto caballero.

Con la muerte del señor Marcos y el «cerrojazo» de su concurrido establecimiento, perdió Arévalo el último café y uno de los rincones más pintorescos y animados de nuestra juventud.
En la casa propiedad de D. Florentino Zurdo, cuya fachada fue restaurada en 1928, murió en las postrimerías del siglo pasado, D. Zoilo Rioz.
Pertenecía el señor Rioz al grupo de artesanos que llegados de otras provincias, arribaron a Arévalo en el último tercio novecentista, entre los que recordamos a D. Agustín Colino, D. Melitón Delgado, D. Juan Romero, D. Isidro García, D. Martin González y otros negociantes que a fuerza de laboriosidad, esclavitud y sacrificio conquistaron los primeros puestos del comercio y de la industria arevalense.
Una larga y penosa enfermedad impidió a D. Zoilo llevar a cabo sus hermosas iniciativas, basadas en su talento, su rectitud y su bondad. Un lavadero de lanas en el Adaja, una fábrica de harinas en la Trinidad, otra de saquerío y otra de maquinaria agrícola. Fue el primer exportador de nuestro riquísimo garbanzo al extranjero y supo ver con íntima satisfacción las progresivas evoluciones de la nación española.
La céntrica plazuela, alumbrada por una farola americana, va a ser pavimentada, con lo que se darán ciertos rebozos urbanísticos y se le quitara el polvo «veraniego» que todo lo invade, y el barro cenagoso del invierno que pone aqueste lugar en verdadero estado intransitable.
Marolo PEROTAS
Septiembre de 1954

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