EL CANTO DEL MIRLO


Desde hace unos días me despierta el canto de un mirlo. Al amanecer comienza su canto y despierto al sentirlo. Resulta curioso, pues nunca hubo un mirlo junto a mi casa. Las mañanas lluviosas o que parecen inminentes las precipitaciones, su canto escasea. Las mañanas limpias y soleadas sus trinos son incesantes, variados y armónicos.
Luego al anochecer vuelve a sentirse su canto. No cuesta trabajo localizarle. En alguna de las antenas de los tejados colindantes se le puede ver. Marca su territorio según parece. He observado que suele buscar lombrices y otros insectos en el jardín de casa, junto al cerezo. Según he leído puede que haya utilizado incluso la tierra húmeda para confeccionar su nido. Éste es el que todavía no he localizado. Me gustaría poder ver los huevos, que según he consultado en una enciclopedia son de un bonito color azul verdoso.
Es cierto que tengo localizados un par de mirlos en Arévalo, en pleno casco urbano. Uno está a primera hora de la mañana en la Plaza de San Francisco. Si el ruido del tráfico de la mañana lo permite, y mejor aún cuando no ha comenzado el trasiego por esta plaza, se le siente perfectamente. Suele situarse en el enorme árbol que domina la plaza, junto a la estatua dedicada a Fray Juan Gil. Curiosa paradoja, erigimos una estatua a un personaje ilustre en una plaza que no está dedicada a su persona; tenemos a menos de cien metros la plaza a él dedicada; quizás en un futuro en ella se levante una estatua dedicada a San Francisco o a otro personaje, para así completar la paradoja.
Algunas mañanas, se le veía sobre la cubierta de la casa de las hermanas Barrado, o de “la Nena Barrado”, como yo siempre he oído decir. Casa que por cierto aparece en una novela de nuestro paisano, el escritor Julio Escobar. La novela se titula “Teresa y el cuervo” y resultan reconocibles escenarios y personajes del Arévalo de los años 50 y 60 del pasado siglo. Pero la cubierta de esa mansión se ha hundido y la casa está próxima a desaparecer. Este año no he visto todavía al mirlo. Puede que se haya adelantado y cambiado su ubicación.
El otro, se posa sobre el enorme árbol a la entrada del parque Gómez Pamo, “de los Paseos” vamos. Allí cuando los vehículos que circulan por la Plaza de Fray Juan Gil, la de la gran rotonda, “la de la fuente”, ceden en su discurrir, dejan escuchar con absoluta nitidez el canto del mirlo. Puede que su nido se encuentre en cualquiera de los árboles del único parque que tenemos en Arévalo. Me pregunto cuándo se plantearán hacer un parque del siglo XXI.
Al escuchar el canto del mirlo no solo despierto cada mañana, sino que ha conseguido despertar en mí unos recuerdos que tenía dormidos, casi olvidados.
El primero de ellos era el de la gran cantidad de pájaros que había en la Plaza del Real. Eso era antes de que reordenaran el espacio, como les gusta decir a los técnicos de tal cosa. Era una plaza toda de tierra, con dos enormes jardines circulares, a ambos lados del templete. Los jardines rodeados de aligustre, albergaban una gran cantidad de rosales. Cuando llovía los caracoles que se podían coger en ambos jardines eran numerosos. Gordos y negros. Había un olmo o negrillo, que murió de una famosa enfermedad, grafiosis creo recordar que se llama. Cientos de gorriones vivían en la plaza. Se repartían entre las acacias y el enorme árbol, a cuyo pie jugábamos a las canicas o a los “güitos”, a las chapas o al peón, según la época del año.
Acompañaban a todos estos gorriones, los vencejos y las grajillas que anidaban en la iglesia de San Juan, próxima a la plaza. Además estaban las calandrias, las perdices y los verdecillos del señor Manolo. Aunque estos estaban en jaulas, construidas por él y por el señor Pepe. Recuerdo especialmente las mañanas de verano, bien temprano, cuando la sombra de los soportales aportaba frescura y los cantos de las aves enjauladas no cesaban. Los cantos y trinos de todos ellos se veían completados con los bandos de jilgueros que invariablemente aparecían por la plaza. Pero hicieron lo que hicieron, reordenar el espacio dijeron, lo llenaron de gradas y hormigón, el olmo o negrillo desapareció y con ello todos los pájaros de mi infancia.
Eran también numerosos los gorriones en la plaza del Arrabal, en sus acacias junto a los soportales del "Almacén". Tampoco se han vuelto a ver en tal número desde la reordenación. En la calle de San Juan, recuerdo la enorme morera, casi por frente a la iglesia, en la otra acera. Siempre llena de pájaros y de chicos cogiendo las hojas para los gusanos de seda. También ha desaparecido. Queda una grande junto al colegio de los Salesianos, también inclinada; espero que mi señalamiento no signifique su desaparición.
En el solar que resultó de la demolición del convento o antiguo palacio de Don Juan II, jugábamos los chicos del barrio. Saltábamos la tapia que lo bordeaba. En la explanada que limpiamos de hierbajos era donde jugábamos. En la parte más asilvestrada, junto a los restos del palacio de los Berdugo en la calle de Santa María, haciendo esquina con la calle del Palacio Viejo, siempre estaba lleno de pájaros. Había jilgueros, verdecillos y multitud de gorriones. Entre la vegetación silvestre que allí crecía, mostraban sus habilidades cantoras y las evoluciones acrobáticas de sus revoloteos. No entrábamos en competencia. Al menos nosotros, porque los había que sí, que ejercitaban su puntería con los tirachinas ante esa multitud de blancos móviles.
Recuerdo que algún adulto nos reñía de vez en cuando al vernos saltar la tapia. No parece que estuviesen tan atentos cuando derribaron el convento o palacio. Claro que esto entonces no lo pensaba, es consecuencia de la edad.
También he descubierto con la edad que las chovas, no eran tales; eran grajillas, como mi buen amigo “LuisJo”, que de estas cosas sabe mucho, me dijo recientemente. Las ardillas y las tórtolas turcas que había frente a mi casa han desaparecido. Talaron los pinos y ahora hay una piscina climatizada.
A la alameda del Adaja hace mucho tiempo que no bajo. En mi infancia, cuando me cambiaron de barrio en contra de mi voluntad, bajábamos los de “Urtain”, a la altura de “los cebaderos”; allí la cantidad y variedad de especie me parecía infinita. De todas formas “bajar al río”, en aquella época de mi infancia, no estaba bien visto. Era actividad propia de los que faltaban a la escuela. Ahora veo a muchos de ellos que son padres y cuando les veo que riñen a sus hijos o se quejan de su comportamiento, les recuerdo lo que ellos hacían. Nos sonreímos inevitablemente al recordarlo.
Mientras escribo esto escucho “Blackbird”, canción de los Beatles compuesta por Paul McCartney, al que según parece, el canto de un mirlo inspiró para hacer esta canción. Es también, la canción, una reacción a las tensiones raciales que en 1968 se vivían en Estados Unidos.
Como los naturalistas, si observamos el comportamiento de la especie humana, se aprecia un cierto afán por pasar a la posteridad. Tratan de realizar alguna gran obra para conseguirlo. Me gustaría que alguna vez, alguien de esta especie, intentara pasar a la posteridad por conservar lo que tenemos y no es malo.
Aún quedan espacios en los que todavía podemos apreciar esa fauna urbana que yo llamo. Ver jilgueros en los cardos que quedan por detrás de los chalés de “Villablanca”; las cigüeñas anidan en los campanarios y en los restos de la fachada del palacio de la esquina de la calle de Santa María y la calle del Palacio Viejo. Al menos de momento. Las alamedas parecen todavía reductos donde las aves encuentran cobijo. Por eso, cuando veo que inician una nueva reordenación del espacio, me pongo a temblar.
Fabio López

Comentarios

Luisjo ha dicho que…
Amigo Fabio, gracias por tus palabras. Que los reordemanientos, no dejen fuera a las aves, que no nos dejen sin bosques, que pasear entre la Naturaleza no resulte difícil. Que la ordenación urbana de Arévalo no implique que la naturaleza desaparezca del casco urbano. Se puede vivir en la Naturaleza, se puede vivir con Ella, entre Ella.

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