La leyenda de los huesos perdidos

(Según se relata en unos legajos que había en una carcomida caja de madera encontrada en un desvencijado desván.)

Fue convento. Durante siglos, sus robustos muros habían escuchado las cadentes oraciones de los monjes. Pero una guerra arrasó las capillas y los recios aposentos. La iglesia y el atrio sirvieron de caballerizas. La sala capitular hizo las veces de armería. El refectorio se aprovechó de comedor para la tropa.
Al acabar aquella y marcharse los soldados, el hermoso edificio estaba ya medio arruinado, la huerta había sido pisoteada, la biblioteca estaba arrasada, las imágenes y cuadros habian sido pasto de las llamas.
Volvieron los monjes. Contemplaron el desastre entre sollozos y evaluaron. Al fin decidieron marchar. Dejaron atrás parte de sus vidas, sus recuerdos, las tumbas de los hermanos que les precedieron. Marcharon lejos. Y en el viejo convento la desolación siguió avanzando.
Un día, un rico hacendado decidió comprar lo que de él quedaba. Cercó la huerta y puso en venta los materiales sobrantes. Las tumbas fueron profanadas, los huesos de los muertos esparcidos por el suelo, las lápidas se usaron para pavimentar las calles de la población. El lugar acabó siendo una granja y prosperó.
Un año tras otro las piaras rebuscaron en el suelo. Removieron y royeron los huesos de los muertos hasta que, al final, no quedó casi nada. Sólo una vieja y derruida torre que servía de almacén y… el recuerdo.
Los nietos del hacendado vendieron la granja. Pasó a otras manos y de esas a otras; y un día alguien se acordó de los monjes. Alguien recordó una añeja historia y se puso a buscar entre los restos. El viejo torreón, último testigo del imponente recinto conventual, resistía los embates del tiempo, y bajo él, en la antigua cripta, buscó y buscó queriendo hallar algún resto de los dignos religiosos. Pero no encontró nada. No quedaba nada. Y no queriendo admitir su fracaso se inventó la historia. Hizo creer a todos que en la vieja cripta estaban los huesos de los monjes. Se encargó, él mismo, de llevarlos a una tumba más acorde con su dignidad. Hizo escribir en la lápida, y con doradas letras, palabras de recuerdo e insistió en que se celebraran rezos y homenajes.
Y el tiempo siguió pasando.
Un día un regidor tomó a su empeño el reparar los restos del convento. Todo, claro, por cuenta y estipendio del municipio. Se adecentó el antiguo torreón y se limpió la cripta. Y al tiempo y visto el resultado, se pensó y así se dio en hacer, que los huesos de los frailes volvieran al lugar mismo de donde habían salido.
Se preparó un gran festejo para así llevarlo a cabo. Se invitó a autoridades de acá y de acullá. Hasta de Alcalá vinieron, ya que de allá era, decían, un famoso ahijado de uno de aquellos frailes.
Todo, en fin, estaba preparado, cuando… ¡Oh sorpresa!, al levantar la losa de doradas letras, bajo la que se habían depositado los venerables huesos que querían devolver a su lugar de origen, comprobaron aturdidos que en el sepulcro no había nada. La tumba estaba vacía.

Juan C. López

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